Hemos asistido a un momento conmovedor que no sé si la política lo podrá decodificar ni lo podremos decodificar nosotros. Esteban Bullrich, con su enfermedad a cuestas, hace rato que viene salteando obstáculos que la enfermedad la va colocando en el camino.
Hasta no hace mucho tiempo, Bullrich era un político del Pro. Hasta no hace mucho tiempo, el ministro de Educación de Mauricio Macri. Hoy nos conmovió esas lágrimas y ese agradecimiento cuando ingresaba a la última sesión porque iba a renunciar.
Hoy llevó su cruz a cuestas. Se sentó en su banca del Senado y la puso allí. La cruz que, para él, Dios le otorgó. Esa cruz a un hombre de fe le significaba un mandato, un deber ser, algo para decir y algo para dejar como testimonio.
A través de una máquina que traduce sus palabras, nos llenó los ojos de lágrimas porque estaba diciendo algo que iba mucho más allá de su rol en el Senado, de su ideología, de las miserias de la política. Nos estaba diciendo algo a todos en esta sociedad que anda como en un vía crucis permanente.
Una sociedad que está a punto de recordar otro aniversario de la democracia de 1983. Esta sociedad de inestabilidades permanente y de diario del día de la marmota, donde todo el mundo todo el tiempo tiene la zozobra de no saber cómo sigue pero siempre estamos en un lugar peor. En ese recinto de esa política habló Esteban Bullrich.
La lección de Esteban cayó en ese hemiciclo oscuro como un resplandor que encegueció a los que estaban acostumbrados a hablar y a negociar en la oscuridad, a medrad con la política, a robar, a ser mercaderes, al diálogo como transacción.
Fue tan humano, tan humilde, tan grande, tan al borde de la vida y la muerte que desnudó a todos. Nos desnuda a todos. La grieta estúpida que nos trajo hasta acá. Los diálogos que se han roto. Las diferencias que no son tantas pero que magnificamos.
Probablemente el discurso de Esteban Bullrich sea estudiado más adelante, cuando estas miserias del presente, esta coyuntura tóxica haya dejado lugar a otro país, a una sociedad un poco más sana.
Cuando Esteban ya no esté, ese llanto inspirador será un monumento en vida. Creo que no terminaron de entenderlo sus pares. Cuando terminó Esteban agradeciendo en un discurso histórico, lo invitaron a quedarse. Lo hizo el senador José Mayans. A lo mejor es producto del no saber qué hacer o qué decir.
Por eso digo que no terminaron de calibrar la lección de Esteban. Él responde, con toda su dificultad tomándose los minutos que su enfermedad le demanda para poder articular a través de una máquina el sonido de su voz, que no hay hombres imprescindibles sino actitudes imprescindibles.
Los senadores no entendían la magnitud de la lección. Esteban Bullrich había llegado hasta ahí a decirles algo. Les dejó su última palabra pública, al menos como senador para que la valoren. No es que quiso permanecer hasta su último día. Nada lo atornilla y la vida es mucho más que una banca de senador y que la política. La vida es mucho más que el poder, dice Bullrich.
La lección de Esteban es para todos. Creo que deberemos repasar por mucho tiempo. Es como si por un minuto nos hubiera sacudido las estupideces cotidianas y nos haya revelado lo importante, lo trascendente, lo que falta, lo que se esconde, lo que no vemos, lo que hemos ocultado en toneladas de hipocresía y kilómetros de ironías, cinismo e imposibilidad.
La lección de Esteban ha sido la noticias del día y, tal vez, del año. Esteban no estará pero nos habrá dejado uno de esos testamentos que dejan los próceres, que tienen otra fisonomía. Tal vez nunca haya una estatua de Esteban Bullrich. No le hace falta.
Editorial de Pablo Rossi en Hora 17 por La Nación Más.